Como vemos en la imagen, frente a un cambio absurdo de nombre comercial (antes denominado Puerto de Ocio, donde de ocio no tenia nada...) nos intentan vender, sobre un centro comercial situado al lado del mar (sin verlo y disfrutar de él) un logotipo: REDESCUBRE EL CENTRO...sin palabras, más bien, ENCUENTRA EL CENTRO, ya que queda todo en una nebulosa comercial.
Se vacian comercios y se abren cafeterias...cambiaremos el modelo de negocio de las calles comerciales? ¿es hora de hablar de la aparición de calles terciarias o de alimentación-ocio? En fin, no sabemos donde va a parar esto.
Con todo ello, y felicitamos desde aquí a Marta de Dios, por este magnífico artículo explicativo de lo que es una realidad, de lo que puede ser la comidilla de muchos , sin contar a los políticos y altos cargos de este Ayuntamiento, que son los que hacen oidos sordos.
Que lo disfrutéis. Su blog es http://martadedios.blogspot.com/
Coruña, los coruñeses y los Cantones Village
Podría decir que odio mi ciudad, pero mentiría.
Vivo en una ciudad que no sabe cómo llamarse, si en gallego o en castellano. Sus broncas sobre el tema han llevado a una guerra perpetua entre los que allí moran y los que allí creen que mandan. A consecuencia de ello, las arcas de la ciudad se vacían sin pudor en un bucle infinito de eles que llegan y eles que se van.
Vivo en una ciudad apretada. Su disposición peninsular le impide expandirse más que a lo alto. Como solución, algún concejal inspirado decidió ganarle terreno al mar, con el consecuente cambio de marea y la anual destrucción de buena parte de su paseo marítimo durante las galernas del otoño. A consecuencia de ello, las arcas de la ciudad se vacían de nuevo sin pudor en un bucle infinito de barandillas que vienen y barandillas que se van.
Vivo en una ciudad en la que las calles son estrechas y mal trazadas. Aun así, nuestro alcalde tiene a bien que estas luzcan como la Castellana: con medianas ajardinadas y carril bus. Lo que provoca que buscar aparcamiento en el centro sea una odisea y el pequeño comercio se vea obligado a echar el cierre. A consecuencia de ello, una vez más, las arcas de la ciudad se vacían sin pudor en un bucle infinito de bolardos que vienen y bolardos que se van.
Vivo en una ciudad que no llega a los 300 mil habitantes y supera los siete centros comerciales. Uno de ellos, todavía en construcción, pretende ser el tercero más grande de Europa. A algún técnico del ayuntamiento le untaron bien la mano y se dedicó a repartir licencias como si fueran chicles. No diré que a consecuencia de ello las arcas de la ciudad se vacían sin pudor en un bucle infinito de nada, porque es obvio que estas operaciones las engordaron para poder llevar a cabo todas las gilipolleces anteriormente citadas, pero lo que también cae de cajón es que esto es pan para hoy y hambre para mañana. Porque tanto bicho comercial sólo desertificará la ciudad y nos empobrecerá a todos cuando los mayoristas se den cuenta de que el negocio está en otro lado (porque créanme, más de la mitad de estos espacios, sobran).
Y finalmente, vivo en una ciudad en la que el último de sus habitantes está muerto. Muertos vivientes que hacen de la prepotencia su parapeto y del Facebook su escaparate. Todo ello les proporciona ese aura de estrella de rock venida a menos, que aun no sabe de su declive. La traducción de esta actitud se puede observar en algunas de las políticas más absurdas que ha puesto en marcha nuestro amado Concello: como el hermanamiento entre la Torre de Hércules y la Estatua de la Libertad. Nuestro complejo londinense también se puede ver en algún otro rincón de la ciudad, como el rebautizo de los Cantones por Los Cantones Village. Sonrojante, lo sé. Y sí, a consecuencia de todas estas remodelaciones cool, las arcas de la ciudad también se vacían sin pudor en un bucle infinito de carteles que vienen y carteles que se van.
Ayer paseaba pensando en todo esto cuando una maleta gigante se cruzó en mi camino. Formaba parte de la campaña del ayuntamiento para las municipales, supongo que para recordar a los votantes el logro más destacado del Gobierno municipal: la ampliación de Alvedro. Leyendo el slogan pegado en su superficie me entraron ganas de llorar: Gústame A Coruña. Sí pensé, a lo mejor llegó el momento de volver a emigrar.
Podría decir que odio a mi ciudad, pero mentiría.
Mentiría porque una vez me enseñaron que el odio es sólo otra cara del amor. Yo lo que siento por Coruña es sólo hartazgo.
Vivo en una ciudad que no sabe cómo llamarse, si en gallego o en castellano. Sus broncas sobre el tema han llevado a una guerra perpetua entre los que allí moran y los que allí creen que mandan. A consecuencia de ello, las arcas de la ciudad se vacían sin pudor en un bucle infinito de eles que llegan y eles que se van.
Vivo en una ciudad apretada. Su disposición peninsular le impide expandirse más que a lo alto. Como solución, algún concejal inspirado decidió ganarle terreno al mar, con el consecuente cambio de marea y la anual destrucción de buena parte de su paseo marítimo durante las galernas del otoño. A consecuencia de ello, las arcas de la ciudad se vacían de nuevo sin pudor en un bucle infinito de barandillas que vienen y barandillas que se van.
Vivo en una ciudad en la que las calles son estrechas y mal trazadas. Aun así, nuestro alcalde tiene a bien que estas luzcan como la Castellana: con medianas ajardinadas y carril bus. Lo que provoca que buscar aparcamiento en el centro sea una odisea y el pequeño comercio se vea obligado a echar el cierre. A consecuencia de ello, una vez más, las arcas de la ciudad se vacían sin pudor en un bucle infinito de bolardos que vienen y bolardos que se van.
Vivo en una ciudad que no llega a los 300 mil habitantes y supera los siete centros comerciales. Uno de ellos, todavía en construcción, pretende ser el tercero más grande de Europa. A algún técnico del ayuntamiento le untaron bien la mano y se dedicó a repartir licencias como si fueran chicles. No diré que a consecuencia de ello las arcas de la ciudad se vacían sin pudor en un bucle infinito de nada, porque es obvio que estas operaciones las engordaron para poder llevar a cabo todas las gilipolleces anteriormente citadas, pero lo que también cae de cajón es que esto es pan para hoy y hambre para mañana. Porque tanto bicho comercial sólo desertificará la ciudad y nos empobrecerá a todos cuando los mayoristas se den cuenta de que el negocio está en otro lado (porque créanme, más de la mitad de estos espacios, sobran).
Y finalmente, vivo en una ciudad en la que el último de sus habitantes está muerto. Muertos vivientes que hacen de la prepotencia su parapeto y del Facebook su escaparate. Todo ello les proporciona ese aura de estrella de rock venida a menos, que aun no sabe de su declive. La traducción de esta actitud se puede observar en algunas de las políticas más absurdas que ha puesto en marcha nuestro amado Concello: como el hermanamiento entre la Torre de Hércules y la Estatua de la Libertad. Nuestro complejo londinense también se puede ver en algún otro rincón de la ciudad, como el rebautizo de los Cantones por Los Cantones Village. Sonrojante, lo sé. Y sí, a consecuencia de todas estas remodelaciones cool, las arcas de la ciudad también se vacían sin pudor en un bucle infinito de carteles que vienen y carteles que se van.
Ayer paseaba pensando en todo esto cuando una maleta gigante se cruzó en mi camino. Formaba parte de la campaña del ayuntamiento para las municipales, supongo que para recordar a los votantes el logro más destacado del Gobierno municipal: la ampliación de Alvedro. Leyendo el slogan pegado en su superficie me entraron ganas de llorar: Gústame A Coruña. Sí pensé, a lo mejor llegó el momento de volver a emigrar.
Podría decir que odio a mi ciudad, pero mentiría.
Mentiría porque una vez me enseñaron que el odio es sólo otra cara del amor. Yo lo que siento por Coruña es sólo hartazgo.
AUTORA :Marta de Dios Crespo, periodista.
Gracias Marta.
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